Por Francisco Navarro Galindo – franaga17@gmail.com
Mi mujer y yo somos amantes de los gatos. Hacía poco más de ocho meses que había muerto nuestro anterior gatito, un siamés que vivió non nosotros casi diecinueve años y falleció de un infarto súbito en nuestra presencia.
Yo tenía ganas de tener otra mascota, ella era reacia pues tenía muy vivo el dolor causado por la pérdida. Yo sabía que le gustaban los animales y, con la intención de darle una sorpresa, indagué con nuestro veterinario algún criador de gatos de la raza british short air , pues era un gato que me atraía por su bello aspecto y carácter dócil, pacífico y sosegado debido a la socialización de sus ancestros. Contacté con el criador, nos pusimos de acuerdo y al cabo de un tiempo me avisó de que nuestro gato (Mariano, que es como decidimos llamarle) había nacido. Hasta que no tuviera tres meses no nos lo podría entregar, pero podíamos visitarlo. Nos faltó tiempo para ir a conocerle.
Mariano era un gato de los llamados “azules”, (en realidad gris azulado), con unos ojos intensamente amarillos, muy exótico. Precioso. El criador nos presentó a su madre, Luciana, y a sus cinco cachorros. Mariano era frágil, diminuto y temeroso, se dejó coger sin dificultad ante la mirada atenta de la madre.
Mientras le acariciaba y le hacía carantoñas, otro de los hermanos (un tabby, rayado más clarito) se subió al pie de mi mujer y maulló de forma lastimera. ¡Mira este! – señaló ella – ¡qué guapo es! ¡Fíjate que cosa más linda! Nos miramos, eran preciosos, inspiraban ternura. Podrían jugar juntos, sugirió finalmente. Quedó claro que habíamos ido a buscar un gato y finalmente adoptaríamos a los dos.
Cuando entraron en casa por vez primera, sólo eran dos bolitas de pelo de aspecto lastimero que maullaban en busca de su madre. No pesarían más allá de seiscientos gramos. Exploraban en todas partes intentando hallar los puntos de referencia que habían perdido. Mariano parecía el más avispado. Al otro le pusimos de nombre Curro en recuerdo del anterior fallecido. A pesar de ser ambos hermanos, dos machos hijos de la misma madre y llevarse escasos minutos de diferencia el uno del otro, pronto se puso de manifiesto que eran totalmente distintos.
No lo digo por su aspecto, realmente eran similares pero de distinto color, sino por su carácter. El british es un gato grande, robusto, de tamaño mediano, musculoso, de patas poderosas, cabeza redonda, gruesa y orejas sobresalientes.
Mariano siempre escogía sitio y lo defendía con vehemencia, era dominante, enérgico, jugaba con energía y se movía con determinación. Instalamos un armatoste de dos metros de altura forrado de cuerda gruesa (para que no hicieran uñas en el sofá), con repisas, vericuetos y escondites donde meterse y se lo adjudicó casi en exclusiva. Currito era pasivo y poco expresivo, no se atrevía a disputarle los juguetes ni sus lugares de reposo. Mariano era un tragón, se comía cuánto le ponías en el plato. El otro era sumiso, comía después de que lo hiciera su hermano; sin embargo nos miraba a nosotros cono diciendo ¿esto qué es?, ¿sólo come Mariano? Optamos por poner doble comedero e iglús de descanso distintos para cada uno de ellos. A Curro había que defenderle porque cuando disputaban jugando, Mariano mordía con fuerza a su hermano. Incluso si retozaba con nosotros y se entusiasmaba, también lo hacía de forma involuntaria. Recuerdo que en cierta ocasión encontró la puerta entreabierta, salió a la escalera y, perdido, fue subiendo hasta el ático. Un vecino lo encontró y lo cogió para devolvérnoslo – Mariano se iba con cualquiera- Mi mujer se dio cuenta de la ausencia, abrió la puerta y le llamó buscándolo. El gato al oír su voz, forcejeó para soltarse y mordió al vecino con ganas. El animal bajó corriendo, buscó refugió y se ocultó. Al vecino tuvimos que llevarlo al hospital sangrando para que le curasen y vacunasen, pues las mordeduras de animales suelen infectarse.
Probablemente esta manera de actuar fuera consecuencia de la primera “faena” que les hicimos al poco de adoptarlos para mayor comodidad nuestra: los castramos. Al parecer al veterinario se le fue la mano con Currito y al otro lo dejó a medias. De ahí que la naturaleza pretendiera restablecer las cosas a su manera. Nuestra intención fue la de simplificar la relación entre animales y humano. Eso sólo funcionó en parte.
Y fueron creciendo uno al lado del otro. De gatitos juguetones que saltaban con una pelota de papel o cualquier cosa que se moviera y pugnaban por meterse en un jarrón o una caja de zapatos vacía, en cuestión de meses pasaron a ser gatos adultos. Dos gatazos de casi cinco kilos de peso cada uno. Atléticos, grandes, robustos, de cara redonda, papada sugerente, bigotes generosos, orejas tiesas, pelaje lustroso y brillante, rabo enhiesto y oscilante en función de su estado de ánimo y colmillos de respeto. Eran dos bellísimas panteras en miniatura pero, sobre todo, muy sociables y afectuosos con los humanos con que compartían la vida. De hecho, nuestros amigos se embelesaban con la hermosura y actitud de ambos felinos.
Y aprendimos a hablar y comunicarnos con ellos. Nadie debe extrañarse de ello, todos los que tenemos animales de compañía sabemos entender su idioma, usar palabras cortas y énfasis: ven, toma, quieto, ahora no… Con la sola inflexión de voz eran capaces de distinguir a cuál de ellos te dirigías. Sus gestos, posturas, sus miradas, ronroneos y maullidos son harto elocuentes para quien sabe entender su idioma. Ese era nuestro caso. Si desde donde estaban alzaban las orejas eso significaba que ella o yo estábamos al llegar y salían a la puerta a recibirnos. Mariano era muy astuto, cuando quería mimos restregaba su cabezón sobre tu regazo y se esmeraba en adoptar posturas inverosímiles para que lo acariciaras; cundo no le apetecía, simplemente te ignoraba, se retiraba a su cubil y se perdía durante horas. Los gatos vienen cuando ellos quieren, no cuando lo deseas tú.
Curro sólo te miraba con los ojos tristes muy abiertos, como diciendo ¿a mí no me sobas? Naturalmente se subía encima y permanecía inmóvil mientras le rascabas la cabezota y se quedaba dormido.
Por la noche, como la puerta de nuestro dormitorio
permanecía cerrada, ellos daban vueltas por el piso o permanecían cada uno en
su iglú, hasta que Mariano nos llamaba a la hora en que solíamos levantarnos y
les dábamos de comer; sin embargo a la hora de la siesta se quedaba en el sofá
con mi mujer. Era Curro quien venía a hacerla conmigo en la cama, ascendía
siempre por mi costado derecho, se metía debajo de la mantita y permanecía
pegado a mí los veinte minutos que duraba ésta. Cada cual tenía sus
preferencias, usos y costumbres. Jamás las compartían, o uno u otro, pero nunca
los dos a la vez.
Currito no bebía agua de su tazón, lo hacía si abrías el grifo un poquito. El
otro no. Establecieron entre ellos unas normas rutinarias de convivencia,
ajustadas a nuestras obligaciones y aficiones, difíciles de relatar a quien no
lo haya vivido. Fani, mi mujer, acostumbraba a leer con un gato en el regazo o
trabajaba en el ordenador con otro subido a la repisa que separaba ambos
escritorios y que pusimos para que ellos pudieran mirar la calle desde la
ventana del estudio. Yo, a causa de mis aficiones artísticas, los utilicé como
modelos en infinidad de ocasiones. Los dibujos en posturas imposibles,
acuarelas y óleos llenaron nuestra casa.
Siempre aparecían junto a mi caballete observándome con
curiosidad. Pero de uno en uno, por separado, nunca al unísono. Igual sucedía cuando
me ponía a estudiar con la guitarra.
Algunos fines de semana los llevábamos a un parque cercano usando un carro de
la compra adaptado para los “trasportines” Allí, sobre la hierba, sujetos con
una larga cuerda elástica atada al collar amarillo con la placa que indicaba su
nombre y un teléfono por si perdían, los dejábamos pasear en nuestra cercanía.
Mariano y Curro impresionaban a los viandantes curiosos que veían una estampa
insólita de convivencia y trato con los felinos. Muchos perros que sus dueños
dejaban sueltos por el parque se acercaban ladrando, pero no lo suficiente por
si un caso. Ellos ni se inmutaban. Por supuesto que tener mascotas hace que
merme tu libertad, circunstancia que habría que tener en cuenta cuando les
privamos de la suya obligándoles a vivir en un piso. Si quieres viajar debes
encontrar la manera de que los atienda alguien; a pesar de ello hay que contar
que, a la vuelta, se produce un periodo de readaptación tras su enfado. Somos parte
esencial de sus vidas y se sienten abandonados. Más tarde descubrimos que ellos
también eran parte indisociable de la nuestra.
Comprender esto hizo que algunos viajes los hiciéramos por separado mientras uno de los dos hacía de niñera. En el pueblo la cosa cambiaba, la casa es grande, de dos pisos, tiene patios y terraza lo que les permite corretear a sus anchas día y noche gozando de una libertad relativa. Resultaba curioso observar que, cuando se acercaba un gato vecino, los dos hermanos se coaligaban para la defensa de su territorio; en este caso Curro, el más pasivo, solía ser el más beligerante a la hora de expulsar al intruso. Pero las cosas variaron. El tiempo, ese crédito siempre escaso con que la Naturaleza dota a todos los seres vivos por el hecho de nacer, es variable y desigual para todas las especies. Trece años son muchos para un gato. Nuestra casa se transformó en un geriátrico. Mariano enfermó, sufría constantes diarreas y vómitos, comía poco y su comportamiento era apático. Del veterinario pasó al Hospital Veterinario de Alicante donde pasó unos días (estábamos en el pueblo). El diagnóstico fue un tumor hepático. Durante unos meses se le medicó a base de unas pastillas que nos mandaban desde Andorra (aquí no se comercializaban) y una dieta basada casi exclusivamente a base de conejo hervido que devoraba con avidez, pero había que estar haciéndolo constantemente.
Mi mujer, a pesar de que tenía mucha más paciencia que yo para ello, lo cuidaba constantemente. Pero estaba desesperada. A todas horas, el olor a conejo hervido impregnaba la casa. Ver a Mariano en ese estado resultaba, además de incómodo, deprimente. El vientre se le fue hinchando debido a la ascitis, era más ancho que alto, su movilidad quedó reducida y la calidad de vida mermó hasta que, a nuestro pesar y para evitarle sufrimientos, decidimos sacrificarlo.
Mi mujer y yo sujetábamos a Mariano, en realidad no lo necesitaba pues se dejaba acariciar en completa laxitud, manteníamos el contacto físico mientras el veterinario le inyectaba el fatal medicamento .Teníamos los ojos vidriosos. Él nos miraba fijamente con tristeza. ¿Qué pensaría? ¿Acaso era consciente de lo que sucedía? Todo esto es subjetivo, pero yo creo que sí. Finalmente sus ojos se tornaron inexpresivos y una leve convulsión nos dio a entender que el latir de su corazón se había detenido.
Nuestro querido Mariano dejó de existir. El sentimiento y la pena que nos embargó solo la pueden entender quienes han tenido un animal en casa. Nadie puede saber lo que se puede llegar a querer a una mascota hasta que la ha tenido. Allí se quedó Mariano para ser incinerado, más tarde sus restos los depositamos en el interior de una maceta de barro y, desde entonces, permanecen en la terraza de la casa del pueblo. De vuelta a casa la situación suponía una novedad absoluta, por cuanto Mariano ya no estaba e ignorábamos cómo reaccionaría Curro al percatarse de la desaparición de su hermano y compañero de juegos, con el cual había compartido la vida. Primero no lo notó, luego comenzó a buscarlo por la casa. Más tarde, por la noche, cuando más activos suelen estar los gatos, comenzamos a oír maullidos de llamada en la oscuridad. Al día siguiente rondaba a nuestro alrededor con intención indagadora. Los lastimeros maullidos nocturnos se prolongaron durante los siguientes ocho meses. Curro comía poco, se adelgazó cerca de dos kilos a causa de una depresión notable. Pensamos que no lo contaría. En Barcelona continuó esta situación durante un par de meses. Finalmente Curro comenzó a ocupar los lugares que Mariano no le cedía: la hamaca, su cojín, su iglú, el lugar más alto del “parque gatuno” etcétera; pero su deterioro físico comenzó a hacerse ostensible, también la tristeza de su comportamiento.
Y la historia comenzó a repetirse; diarreas, vómitos, veterinarios, hervir conejo… Todo hacía prever que Currito se dirigía hacia la “maceta” a marchas forzadas de forma voluntaria. Hoy e 16 de abril de 2020 , llevamos un mes de cuarentena por el virus coovd 19.
Curro hace tiempo que sólo come si se le dá la comida en la boca, Fani tiene mucha paciencia para ello. Orina y defeca fuera de su lugar. Esta noche, sobre las tres de la madrugada, lo he encontrado tumbado en el suelo sin poder moverse con evidente inmovilidad de su cuarto trasero, mojado y con signos de haber vomitado. Al parecer se acercaba el final. Nos quedamos a su lado pensando que a las 10 que abriera el veterinario habría que sacrificarlo. Con la mascarilla y los guantes puestos, observando que no pueden circular dos personas juntas, lo colocamos en su transportín y lo llevé a eutanasiar. Currito murió con la cabeza entre mis manos, mirándome a los ojos y sin quejarse de nada, hasta que su corazón dejó de latir. Se fue con su hermano al que añoraba. Nos quedamos solos En eso estamos nosotros, debatiéndonos entre la pena, el agotamiento, los recuerdos y el reconocimiento de que la vida es un corto trayecto cuyo discurrir no se puede detener ni prorrogar. Ni la suya ni la de ninguna especie, incluida la nuestra. ¿Ya no habrá más gatos en nuestra vida? Creo que no, pero no es seguro, lo nuestro es una tradición familiar muy arraigada. Y el tiempo todo lo cura. La verdad es que mientras convivieron con nosotros fuimos felices, nos alegraron la existencia y, por nuestra parte, aunque les privamos de la libertad al adoptarlos, hicimos cuanto supimos por hacerles la vida agradable; la verdad es que ellos, a su manera, también endulzaron la nuestra. Los quisimos mucho, Mariano y Curro fueron nuestros “niños bigotudos”. No podemos asegurar que más adelante no se repita el “síndrome del nido vacío”